La fe de los incomprendidos
Nunca tuve una fe demasiado consistente: fui devoto de tu silencio, austero y a destiempo, pero siempre tan oportuno. Me deleité cada domingo con la misa que ofrecían tus suspiros y gemidos, tus exhalaciones y quejidos, tus delirios y tus reproches y tus te quiero. Veneré a todas horas tu cuerpo, impuro y húmedo, perfecto y sencillo y mío por entero. Recé a tus pensamientos cada día para que nunca te obligaran a dejarme y privarme así del objeto de mi fervor. Y es que los santos no siempre visten hábito y esperan en los altares ser adorados, a veces llevan sólo su sonrisa y te esperan en tu cama.